domingo, 1 de febrero de 2009

Un canto a la vida


La otra noche, una de tantas que me sorprende escribiendo con la tele prendida, de pronto algo me hizo poner alerta. En el cierre de transmisión de no sé qué canal, uno de esos extraños seres que profesan la fe de un carpintero de hace dos mil años, contaba una bella historia, una historia realmente conmovedora. Resulta que en una remota aldea de África (las historias generan más lástima si la protagonizan negros, excepto Obama, claro, quien ahora sólo genera admiración) había una señora con su hijo de dos años en una pequeña y precaria vivienda. Ambos estaban muriendo de hambre. De pronto, un extraño ingresó a su tienda y les dejó una pequeña vasija con doscientos gramos de arroz. La señora utilizó las pocas fuerzas que le quedaban para agradecerle al extraño su solidaria actitud y para darle la mitad del arroz a la señora que vivía al lado, quien también moría de hambre junto a su pequeño hijo.

La moraleja de esta bellísima parábola, según el cura que lo contó, era que el amor, proveniente de Dios, podía más que todo, incluso que el hambre y que cualquier otro padecimiento humano y que, siendo solidarios y desprendidos, los seres humanos nos acercamos más al Todopoderoso.

Para quien suscribe, la moraleja es que Dios (siempre en el bando de los ganadores, o sea, de quienes escriben la historia) hace que, los que tenemos pocos, seamos agradecidos por lo poco que nos da y solidarios para que compartamos nuestra miseria y, de ese modo nuestro sueño de progreso quede siempre en la utopía; y que los que más tienen se queden tranquilos de que la sociedad sigue teniendo un sistema de clases cada vez más rígido en el que es necesario dar limosna al pobre para que siga siendo pobre y nunca darle una posibilidad de trabajo digno y movilidad social.

¿Cuándo dejarán de contar historias conmovedoras y se pondrán a proyectar una sociedad realmente más justa sin necesidad de solidaridad? La respuesta es obvia.


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