viernes, 25 de septiembre de 2009

De las observaciones sobre Cañuelas podemos inferir que Lorenzo no era una casualidad. Desde su infancia tuvo rasgos parecidos a los de aquél que murió por una causa que nunca fue noble y que la historia cambió para conseguir un melodrama.
Sabía que su barrio no era el peor de todos pero influido por los suicidios colectivos quiso parecerse a lo que su padre había descripto como “el loco”. El sol era un estímulo casi inevitable en cada atardecer para los que deseaban explorar las sombras y él también sabía esto, por lo que cada vez que podía iba a mirarlo sobre el puente ferroviario.
Pensaba tal vez que desde allí la vida heroica le daba múltiples opciones y que no había manera de elegir sin desdeñar algo mejor. La angustia que le provocaba esto la camuflaba en sus días de trabajo dentro de la repartición pública, en la que escuchaba a Mariela, a Javier, a Graciela y a Martín contar las peripecias de la vida común de la gente común.
Sabía que el puente y las oficinas burócratas se parecían.
Cierta vez, al salir del trabajo y al dirigirse a la parada del colectivo se encontró con la que había amado. “Hola” le dijo ella. El fingió no conocerla y huyó en el 160.
Sabía que la amada no concretada era una incitación al puente, a la jubilación y a las ruedas del ómnibus.
Llegó a su destino y descendió.
Compró cigarrillos en el quiosco y charló con una vecina. Luego, entró al edificio.
Ya habiendo cenado y estando en una silla dentro de la cocina, fumaba mientras leía su última adquisición que relataba hechos notables del siglo xii.
De alguna forma, se sintió mejor al reinventar la realidad y pensó que eso era el puente, la oficina, la amada y el 160 en un momento intangible.
Por cierto, no lo hirió saberlo.

2 comentarios:

Fetiche dijo...

Siempre preferí el 37, jajajja.

Fetiche dijo...

Siempre preferí el 37, jajajja.