Todos concordaban en que yo era una persona de lo más interesante. Yo misma lo creía. Hasta que me crucé con él y su terrible epifanía dejo en descubierto mi triste mediocridad. Tenía una particularidad en el mirar. Miraba con melancolía y zozobra al mismo tiempo con valentía y crueldad. Luego note un dejo de tristeza mezclado con un poco de temor. El era el hombre de las mil miradas y si que hacían falta en el mundo sus ojos flamantes y su penetrar de lobo estepario.
Pero un día dejó de mirarme, ese día si que fue grave. Me sentí rechazada y vuelta enaltecida. Había escapado a la genialidad de sus pupilas para volver al refugio de mis carencias ocultas detrás de veleidades. Al principio se sintió alivio, por fin volvía a fingir y ser aclamada, pero dentro de los días que encierran un enero sentí que necesitaba devuelta la mirada torva de sus ojos para no morir en la iniquidad de mis resquemores.
Lo busque en el puente, luego por la plaza, quizás pispié un rato el bar pero él ya no estaba allí. Fue entonces que entre en pánico cuando recordé sus mil miradas y decidí darle fin a tamaña condena: jamás encontraría alguien así nunca.
Afloje los cordones de mis zapatillas y partí en mi itinerario. Pase primero por la iglesia, a rezar por mi pecado inminente. Después por lo de Gabriel, quien rezó frente a una vela por mi integridad.
Por último, parada al borde de las vías esperaba el tren para lanzar un ultimo grito desgarrador y luego la paz de la muerte angelada.
Pero ahí estaba él. Del otro lado de las vías. Nos miramos. Me destruyó su último parpadeo antes de que pasara el tren. Después se evaneció como agua a primer hervor. El tren pasaba y yo al borde esperaba por su mirada escondida detrás de aquella maquina. No hubo última mirada. No hubo ni habrá. Desapareció detrás del tren para librarme de su atadura.
Hoy soy feliz con mi único mirar. Todos concuerdan en que soy de lo más interesante. Yo se que lo dicen porque solo tienen una mirada. La mirada estática de la época, o la rutilante de lo decadente.
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